viernes, 13 de enero de 2012

Miss Elotes

Si existe un dios, pues que bendiga a los eloteros de esta ciudad, si, hoy decidí que los eloteros merecen el cielo. Hoy comprendí que no hay nada más reconfortante que salir de trabajar y encontrarte a un elotero listo para atender con rapídez al amante del maíz.
Esos eloteros no se ven donde quiera, los de las esquinas de los templos y los que ahora combinan el elote con verduras y huevos cocidos tampoco valen... digo, no le saco a echarme un vasito, pero los buenos buenos, son los eloteros de vocación y no los agremiados a un sindicato.

El de ayer, se llamaba Martín, yo le calculo que tenía más de 70 años, pero sus brazos corriosos contradecían la inercia de sus arrugas. “Cómo le fue de inicio de año?”, me dijo. ¡Maravilloso! Un elotero ocupado de mi bienestar, -bueno, eso creí-. Lo cierto es que para ser elotero se necesitan obviamente frases que atrapen al cliente.

Yo no me resisto al olor dulzón que expiden las enormes ollas, baldes o tinas de aluminio repletas de elotes cocidos. Don Martín lo sabía y por se encargó de presentarme tres ejemplares para mi elección. Del fondo de la tina oxidada sacó un elote, que con la iluminación jodida que tiene esta ciudad, se veía dorado.
“Así con limoncito, sal y poco chile”, le dije, mientras la boca se me hacía agua.

Siempre que muerdo la fragilidad de los granos de un elote, me dan ganas de que la pieza se vaya alargando y así nunca dejar de comer. “¡Caray, este señor se merece el cielo!!”, pensé, y yo que creí que no había nada más jodido en una tarde que ir a una sesión del Instituto Electoral y...Saz, los milagros existen.

Creo que mi conexión con los eloteros viene de antes. Más bien viene de siempre. Mi abuelo paterno, al que nunca conocí fue elotero. No cualquiera, fue elotero en Los Ángeles California y luego en Chicago, de eso hace ya como 40 años.

Mi abuelo, mitigó la distancia y la soledad que cualquier viejo mexicano en Estados Unidos y decidió evadir las leyes gringas optando por vender elotes tiernos en las calles de la ciudad.

Mi papá asegura (y yo le creo) que mi abuelo Miguel no hablaba ni una palabra de inglés y que, a base de pura buena voluntad, buscó protegerse de los pandilleros que a pocas cuadras vivían de la su casa. La solución: regalarles el tesoro mexa... maíz tiernito con mantequilla.
Así, con la complacencia de sus compatriotas que veían en él el recuerdo de lo que no tenían en Estados Unidos, mi abuelo hizo un dinerito extra, luego venía al pueblo con regalos de “Sirs” - que en léxico Samaritense- significa Sears, una tienda departamental gringa.

Cuando como elotes, también recuerdo que era mi única motivación en mi infancia para salir a caminar todas las tardes con mi abuela materna -y dejar a un lado mis bricolajes- era el premio: un vasito chiquito de elotitos.
Vivíamos por Ciudad del Sol y dábamos dos o tres vueltas a la manzana, en el recorrido pasábamos por las esquina del antojito, y mi abuela me decía, “¿qué prefiereres, una paleta de hielo o un elote?”, juro y perjuro que el 95 por ciento de mis respuestas la mazorquita fue la elegida.

Ahora que mi abuela ya no está y que vivo en esos lugares en donde las tienditas, las heladerías y los eloteros son escenarios exóticos, pedir auxilio a un elotero es un acto que me remite a mi historia y me recuerda a los míos y por eso pido al dios del maíz la absolución de los eloteros, ojo sólo los outsiders como mi abuelo Miguel o Don Martín que andan en súper triciclos adecuados con bocina, cargando a los nietos y con sonrisa en la boca, repartiendo a amor -todavía- por 10 pesitos.